Seguridad contra libertad
Seguridad contra libertad
Supongo que la cosa empezó con los porteros automáticos. Fue gracias o por culpa de ese invento que las puertas de nuestras casas empezaron a cerrarse sofisticando cada vez más el aislamiento: cámaras de vigilancia de verdad y hasta de mentira, blindajes varios, asegúrese de cerrar la puerta si va a sacar dinero un cajero automático, cubra su mano mientras marca la clave de seguridad, más cámaras por las calles, sistemas de videovigilancia para ver qué hacen nuestros hijos en las guarderías por no hablar de esa humillación cotidiana que es coger un avión. Tarde o temprano tenía que llegar y ya está aquí: el Gran Hermano se llama Sitel y la alegre controversia es dotarlo de una ley orgánica o no.
Personalmente debo reconocer que me traen sin cuidado las garantías ´oficiales´ con las que se acompañe: me preocupa el sistema mismo capaz de rastrear todos mis movimientos y los de la gente que se vaya comunicando conmigo hasta crear a mi alrededor una tupida malla de absoluta inseguridad; pero es que, a la vez, yo puedo entrar en contacto con alguien sobre el que Sitel tiene puesto su tentáculo y de esa forma vuelvo a entrar en otra malla paralela que terminará fundiéndose con la mía dejando semipública nota sobre toda mi vida y mis circunstancias. Ya sé que sin orden judicial previa semejante información no sería valida ante un tribunal, pero no es eso lo que me inquieta: lo más o menos terrorífico es que una serie de gente, de funcionarios, de personas tan imperfectas como yo, con sólo apretar un botón puedan disponer de todos los datos referentes a mi vida y a mi entorno.
La reflexión no es baladí y no vale salir al paso con esa majadería de que el que no tiene nada que esconder, nada tiene que temer porque yo escondo debería poder esconder lo que me venga en gana y por esa regla de tres sobrarían todos los derechos que protegen la intimidad.
Se ha repetido estos días que Sitel es sólo un programa y que su bondad o maldad depende del uso que se le de. No es cierto. Sitel es una amenaza en sí mismo por la desproporción de su capacidad frente el individuo y la indefensión en la que queda la persona que ignora que con razón o sin ella (y eso es lo importante) está siendo observada en sus movimientos y escuchada en sus conversaciones.
¿Qué espacios nos van quedando de libertad? Este columna que ahora escribo en el ordenador de mi casa, puede estar siendo leído y archivado por la policía. Cualquier guardia de seguridad de un aeropuerto puede saber la marca y la talla de mis calzoncillos, si viajo con una viagra en la recámara o me doy a los ansiolíticos. Un sms desde mi móvil llega antes a una terminal del Gran Hermano que al destinatario. ¿Se puede vivir así? Evidentemente, sí porque así vivimos, pero justo es reconocer que esa demanda desaforada de seguridad que todos exigimos tiene un precio y que unos estamos menos dispuestos a pagarlo que otros. El eterno debate entre orden/seguridad y libertad/intimidad lo está perdiendo claramente la libertad. Habrá quienes estén de acuerdo; a mi me parece indigno.
OPINIÓN DE ANDRÉS ABERASTURI EN LA OPINIÓN DE MALAGA
La reflexión no es baladí y no vale salir al paso con esa majadería de que el que no tiene nada que esconder, nada tiene que temer porque yo escondo debería poder esconder lo que me venga en gana y por esa regla de tres sobrarían todos los derechos que protegen la intimidad.
Se ha repetido estos días que Sitel es sólo un programa y que su bondad o maldad depende del uso que se le de. No es cierto. Sitel es una amenaza en sí mismo por la desproporción de su capacidad frente el individuo y la indefensión en la que queda la persona que ignora que con razón o sin ella (y eso es lo importante) está siendo observada en sus movimientos y escuchada en sus conversaciones.
¿Qué espacios nos van quedando de libertad? Este columna que ahora escribo en el ordenador de mi casa, puede estar siendo leído y archivado por la policía. Cualquier guardia de seguridad de un aeropuerto puede saber la marca y la talla de mis calzoncillos, si viajo con una viagra en la recámara o me doy a los ansiolíticos. Un sms desde mi móvil llega antes a una terminal del Gran Hermano que al destinatario. ¿Se puede vivir así? Evidentemente, sí porque así vivimos, pero justo es reconocer que esa demanda desaforada de seguridad que todos exigimos tiene un precio y que unos estamos menos dispuestos a pagarlo que otros. El eterno debate entre orden/seguridad y libertad/intimidad lo está perdiendo claramente la libertad. Habrá quienes estén de acuerdo; a mi me parece indigno.
OPINIÓN DE ANDRÉS ABERASTURI EN LA OPINIÓN DE MALAGA