El caso es que esas dos innovaciones tecnológicas permitieron la generalización de la apuesta por el gratis total que venían defendiendo los progresistas, de derechas y de izquierdas, desde hacía ya mucho tiempo, desde que comenzaron a proponer la necesidad de establecer una red de bibliotecas que hiciera posible que todos los ciudadanos tuvieran acceso a la cultura y a la información entonces a los libros y a los periódicos gratis total.
Y el acceso al gratis total ha sido uno de los dos factores determinantes el otro, el incremento de la escolarización que han hecho posible la importante elevación del nivel cultural de la población que se ha producido en el último siglo. Pese a lo mucho que nos llamen la atención las carencias educativas de hoy, no hay más que pensar en el nivel cultural imperante en los pueblos españoles antes de la llegada de la radio y de la televisión para darnos cuenta del alcance de la transformación producida.
Ahora, la aparición de otra tecnología de la comunicación, de Internet, permite que la aspiración de los antiguos progresistas a generalizar el acceso de las gentes a la cultura y a la información gratis total alcance una nueva dimensión. En efecto, Internet hace posible que accedamos a la información, a la música, al cine y a los libros de forma mucho más cómoda y eficiente. Así que sí, que Internet nos permite cumplir el sueño de extender el acceso de la población a la cultura y a la información gratis total.
Por supuesto que, hoy como ayer, defender el gratis total no debería significar negar el derecho de los autores de la cultura y la información a que su trabajo sea remunerado cuando ese trabajo resulte de interés para otras gentes. El problema, por lo tanto, no es que Internet nos haya acostumbrado al gratis total, sino que la industria cultural y los creadores no han sabido adaptar su negocio a la nueva tecnología. Es decir, no han sido capaces, como lo fueron con la radio y la televisión, de dar con la fórmula que les permita obtener beneficios del nuevo paso en la difusión de la cultura que ha supuesto Internet.
La industria cultural ha sido rehén de sus viejas fórmulas comerciales. El desesperado intento por mantener sus tradicionales redes de distribución la ha convertido en anacrónica en los tiempos digitales. Han pretendido comercializar sus productos por Internet a un precio de escándalo, esto es, al mismo o parecido precio al que los vendían en las tiendas de discos, los videoclubs o las librerías. Cobrar un euro por una canción, como cobra todavía iTunes, es un robo, como lo es cobrar lo que cobran por un libro que no necesita imprimirse ni distribuirse, o sea, un libro que no debería costar más allá del 30% de lo que cuesta en una librería. Si la industria cultural hubiera puesto en el mercado electrónico sus productos un 70% más baratos que en el mercado tradicional (lo que era y es perfectamente posible, y sin que disminuya el porcentaje de los autores), la situación sería hoy bien distinta
y serían mayores los ingresos de los creadores por sus derechos de autor (porque es obvio que a esos precios se vendería más). Claro que se estaría acelerando un proceso: el de la progresiva desaparición de las tiendas de discos, los videoclubs y las librerías. Pero sólo acelerando, porque ese proceso, por mucho que nos pese, va a resultar imparable (creo que sólo falta el perfeccionamiento de los lectores electrónicos para dar la puntilla a las ya maltrechas librerías).
Ahora bien, Internet no sólo permite comercializar los productos de la cultura a un precio sensiblemente inferior, sino que abre nuevas y mejores posibilidades para continuar ampliando el gratis total. Y también en este terreno el fracaso de la industria cultural ha sido de época. Por ejemplo: han tenido que pasar veinte años para que las empresas discográficas se adaptaran a la nueva realidad, para que aceptaran una propuesta de negocio como la que les han hecho unos jóvenes suecos con Spotify: la música gratis total a cambio de mensajes publicitarios o de 10 euros mensuales para quienes puedan pagársela limpia de interferencias. Un modelo que, además, acabará con buena parte de las descargas de música, porque resulta mucho más cómodo escucharla en Spotify que andar bajándose los archivos.
De todas formas, se comprende la intranquilidad de algunos al ver como todo lo sólido se desvanece en el aire, y el intento de evitar la corriente que está arrasando con las tiendas de discos y que arrasará con la mayoría de las librerías. Se comprende que haya quienes piensan que el cine, en el cine. Pero la realidad se impone: El número de cines con que cuenta España a fecha de enero de 2009 es de un total de 563, menos de la mitad que los censados en 2003 (Cadena Ser el domingo). Y cualquiera que vea una película en alta definición en una de las modernas pantallas de televisión de 40 ó 50 pulgadas puede asegurar que el número de cines continuará disminuyendo. Por lo tanto, la forma de comercializar el cine tendrá que cambiar notablemente.
La industria cultural en su conjunto se verá obligada a transformar radicalmente su modelo de negocio, pero no cabe duda de que habrá negocio. Y lo habrá pese a que el gratis total continuará extendiéndose casi hasta el punto que imaginaron los viejos constructores de utopías progresistas. De hecho, lo que está faltando es que la industria cultural y los más cultos, los creadores, abandonen el muro de las lamentaciones, le echen un poco de imaginación y encuentren la manera de adaptarse a la nueva realidad. Y la encontrarán, porque a la fuerza ahorcan, y porque ya hay quien está viendo la crisis, el paso del antiguo modelo al nuevo, no como una amenaza, sino como una oportunidad.
Tribuna de Jorge Marsá en la Opinión de Lanzarote