En todas estas actividades, en todos estos lugares, detecto siempre los mismos dos síndromes: el temor por desconocimiento de la red por parte de los padres y el temor de que los hijos estén enganchados a los videojuegos, a los messenger o a cualquier otra proyección de la red. Pero siempre ese dichoso factor común del temor.
Curiosamente, dicho sea entre paréntesis, ese temor se manifiesta mucho menos en las comunidades de inmigrantes, sobre todo en las iberoamericanas, supongo que por el hecho de que Internet es el instrumento de comunicación por excelencia -económico, eficiente, asequible- con su familia tan remota en la distancia y, por tanto, tienen una visión de la red más como hecho amigable, que acerca, que como enemigo peligroso del que hay que guardarse.
Pero volvamos a los miedos, al dichoso temor...
Los padres, como norma general, no conocen la red o la conocen mal. Y esto, que sería relativamente comprensible en padres mayores, como yo, que me acerco a la mitad de la cincuentena, sucede también en generaciones mucho más jóvenes. ¿Es posible que colectivos enteros de padres de entre 35 y 45 años desconozcan la red más allá de cuatro utilidades que emplean casi siempre en el trabajo? Pues lo es: evidentemente hay excepciones, pero puede hablarse así en general incluso en esta horquilla de edades (un triste síntoma de la situación de Internet en nuestro país, por cierto).
Además de este desconocimiento -y del miedo que inevitablemente deriva de él- los padres suelen caer en un importante error de diagnóstico sobre sus hijos: todos creen que, así, en general, los chavales de doce, catorce o dieciséis años son auténticos cracks con el ordenador, unos hackers de mucho cuidado.
Pues vamos a empezar por ahí: nada más falso. Nada más falso, por supuesto, en general. Es verdad que hay algunos chavales que se interesan por las tripas de la máquina o de la red, pero son excepciones; son, supongo, los ingenieros del futuro, pero los ingenieros son un colectivo limitado, como lo es, en relación al común de la sociedad, cualquier otro colectivo profesional. Lo cierto es que los adolescentes de hoy han nacido con el ordenador como electrodoméstico común, si no en casa, por lo menos sí en el cole; como han nacido con la tele en el salón (incluso sus padres, nacimos ya con la tele en el salón). Y del mismo modo que a los chavales les importa un bledo cómo funciona la tele (apenas ninguno sabría explicar con un mínimo rigor, aunque fuera por encima y coloquialmente, qué diferencia hay entre la señal analógica y la señal digital terrestre), igualmente les importa un ardite cómo funciona un ordenador. Hace diez o quince años, no era difícil encontrar a un quinceañero al que ver comprando un PC o un componente informático era, además de un asombro (¡cómo controla, el enano este..!), una verdadera y muy apreciable e interesante lección de tecnología aplicada. Hoy, esa misma escena protagonizada por un muchacho normal y corriente produce desazón. En mi trabajo tenemos un pequeño número de becarios que se renueva de año en año, muchachos a punto de terminar licenciaturas de Económicas o de Empresariales, y sus habilidades en el ámbito informático y de red son bajísimas; en algunos casos, deprimentes (y siempre dicho todo ello, naturalmente, salvando las inevitables y honrosas excepciones). Pero, incluso en estos casos, cabe destacar dos cosas: primero, que ese bajo nivel de competencias les importa un rábano más allá de lo estrictamente necesario para desarrollar su tarea diaria (salvando lo que pueda o no considerarse como suficiente de lo «estrictamente necesario», que esa sería otra cuestión); segundo, que, en el lado opuesto del asunto, sí están familiarizados y usan intensivamente redes sociales y software multimedia (software cliente, claro: redes P2P, interlocutores iTunes, reproductores de archivos de imagen y sonido...).
Por tanto, lo primero que hemos que tener muy claro es que, salvo el caso de esos chavales verdaderamente habilidosos, de esos futuros ingenieros que ya apuntan formas, pero que son sustancialmente minoritarios, la muchachada está más en posición de ser víctima de alguno de los peligros de la red que de constituir uno de esos peligros. En otras palabras: la posibilidad de que un día llegue la policía a casa con una orden de detención para llevarse a nuestro hijo, acusado de haber cometido alguna trapazada, es muchísimo menor que la de tener que ir nosotros a esa misma policía a denunciar que a nuestro hijo se la han jugado (o a nosotros, a través de él). Por supuesto, si usted forma parte de ese grupo minoritario de padres cuyo hijo es un manitas con los ordenadores y con la red, tendrá que redoblar sus esfuerzos, sobre todo para conducir por el buen camino esa habilidad y evitar que el chico (o, menos frecuentemente, chica) sea abducido por ese atractivo y prometedor (pero, a la larga, catastrófico) lado oscuro. No es ese, sin embargo, el problema de la mayoría de padres, aunque su ignorancia sobre el fenómeno y la naturalidad con que los hijos manejan (manejan, que no conocen) las máquinas les tenga convencidos de lo contrario.
Otra preocupación que los padres me reiteran es el de que los hijos pasan demasiadas horas delante del ordenador, de la consola de videojuegos o de Internet, por uno u otro medio. Resulta curiosa la diversidad de actitudes ante dos fenómenos sustancialmente iguales: el exceso de horas ante una tecnología. Así, por ejemplo, que los hijos pasen demasiadas horas ante el televisor causa fastidio a los padres, pero no preocupación; en cambio, demasiadas horas en Internet o con la consola sí causa propiamente preocupación. Nunca lo he entendido salvo por la vía de la ignorancia paterna.
Hay que asumir que todos los excesos son malos, pero también que el mal está en el hecho intrínseco del exceso no del objeto con que se comete, que merece trato aparte. Es malo excederse con el ordenador, pero igual de malo que excederse con el televisor, no más malo. Y, si me apuran, quizá es, incluso, un poco menos malo.
¿Qué quiere decir un padre cuando entiende que su hijo pasa demasiadas horas ante el ordenador o conectado a la red? ¿Cuántas horas son demasiadas horas? Y vaya una contrapregunta así como provocativa: ¿causaría tanta preocupación que el muchacho, la muchacha, pasara esas mismas horas frente a un libro (de estudio o lúdico, una novela...)? ¿Por qué un libro es intrínsecamente bueno (y entiendo que lo es, en principio; también depende de qué libro y de qué edad) y un ordenador conectado a internet intrínsecamente preocupante? ¿Por qué piensa así un padre que no conoce Internet pero que, de hecho, no suele leer libros, por muy frecuente ejemplo?
La razón es clara: hay un fenómeno de evidente manipulación mediática que nos vende historias macabras en torno a la red, historias que nosotros compramos muy gustosos porque contribuyen a disfrazar de atenta prudencia lo que no suele ser sino miedo por desconocimiento.
Lo cierto, sin embargo, es que la mayor parte de las actividades que los jóvenes llevan a cabo en red tienen un carácter muy positivo: aprenden, se comunican, se relacionan y, en definitiva, están aprendiendo a vivir como peces en el agua, en el agua de un mar por el que navegarán toda su vida, que determinará toda su vida y sin el cual no concebirán su vida, del mismo modo que no pueden ya concebirla sin cosas como el teléfono (móvil), el vehículo (automóvil o motocicleta, si no ahora, cuando llegue el momento, que en cada familia es distinto) o el simple, habitualísimo y desapercibido frigorífico. Por tanto, entorpecer o demonizar, su acceso a la red, aparte de que no es conveniente -salvo excepciones patológicas muy ajenas a lo que es habitual- puede llegar a ser contraproducente.
Vamos a orientar un poquito a los padres para que afronten con tranquilidad el hecho de su hijo sentado ante un ordenador o ante una consola de videojuegos:
1) Aprende. No puedes pretender afrontar un problema sin conocer a fondo ese problema. Hasta ahora has tenido a la red como algo ajeno, como algo que no te daba ni frío ni calor. Pues bien, eso se acabó: la red ha entrado en la vida de tus hijos, o sea que ha entrado en la tuya, tanto si te gusta como si no. Y tienes que saber qué es lo que pasa con eso, de la misma manera que cuando tus chavales tienen una patología intentas averiguar, casi desesperadamente, el alcance de la misma.
2) Deja que él te enseñe. En general, a los adolescentes les gusta mucho enseñar, transmitir, compartir conocimiento; y les encanta locamente que se les reconozca duchos en un arte o técnica. Si ese reconocimiento procede de papá o mamá, ya es el delirio. Siéntate, pues a su lado, y que te explique lo que hace. Pero que no perciba intención de control sino verdadero espíritu de aprendizaje: tu estribillo con él ha de ser «¿Estas virguerías también puedo hacerlas yo?».
3) Interésate por sus amistades. ¿No lo haces en la vida real? Pues también hay que hacerlo en red. Pero sé cuidadoso. Utiliza los mismos procedimientos que en la vida real: pregúntale, charla con él. Confía en él, dale un margen. No intentes interceptar sus comunicaciones ni de forma clara ni de tapadillo. Quizá un amigo te enseñe a localizar los logs de sus charlas: utiliza poco este recurso (nada, si es posible) y si lo haces, que sea sólo para saber con quién habla y jamás lo que habla. ¿Le abrirías un diario íntimo? No ¿verdad? Pues ya no usan esos cursis cuadernos de florecitas con candaditos ridículos: utilizan archivos informáticos. Si te pilla fisgando -y te pillará más pronto que tarde- adiós a toda confianza. Y, claro: cerrará los logs a piedra y lodo (son muy pocos los que se preocupan de cerrarlos de buenas a primeras).
4) Instrúyele sobre los peligros -los de verdad- que le acechan. Aunque entiendas poco la red, ten en cuenta que, pese a lo que te han contado plumillas analfabetos, son muy similares a los peligros de la calle. La discreción, por ejemplo: nada de quedar con el colega «a tal hora en tal sitio» sino utilizar un lenguaje críptico del tipo «a la hora de siempre, en el sitio de costumbre»; nunca números de teléfono, ni direcciones, ni mucho menos números de tarjeta de crédito o de cuentas corrientes; nunca comprar en red sin que supervises todo el acto de la compra; jamás subir fotos sin la autorización de todos los que aparecen en ella. La seguridad: nunca citas a ciegas; y si el guión la exige, siempre acompañado de algún amigo y siempre con el conocimiento de tus padres y de los datos de la cita: lugar y hora. Pero todo esto sin utilizar el tan odiado tono admonitorio: explícale anecdotas presuntamente ciertas riéndote de los incautos por imprudencia; piensa que los adolescentes temen más al ridículo que a los propios perjuicios: «que me robaran, sería malo; que, encima, papá me tomara por el tonto de la familia, ya sería el colmo». Eso les hará tomar esas precauciones que no tomaron los personajes ridiculizados en tus anécdotas. Pero piensa, sobre todo, que los males, aunque se proyecten en la red, vienen de fuera de ella, generalmente. El bulling (acoso o violencia sobre un niño o muchacho en el ámbito escolar), puede llevarse a cabo mediante la red, desde luego, pero su origen, su causa y su finalidad están en el patio del colegio o en la propia aula, y es allí donde hay que actuar principalmente.
5) Sobre los peligrosos y tóxicos videojuegos: la moral, la ética que inculcas a tus hijos puede mucho más que cualquier simulación virtual de atrocidades. Si tú, vosotros, padre, madre, habéis educado y dado ejemplo de sólidos valores morales en vuestro grupo familiar, no hay videojuego, por cafre que sea, que pueda con eso. Créelo. Un chaval normal sabe diferenciar entre un videojuego y la realidad. «Carmaggedon» y El Farruquito no tienen nada que ver uno con otro, por más que sus hazañas -virtuales en un caso, tristemente reales, en el segundo- fueran idénticas. Quizá El Farruquito jugó alguna vez al «Carmaggedon», pero lo que de verdad mató a aquel pobre hombre, no fue ningún videojuego sino más bien una ausencia de valores en el homicida probablemente causada por un déficit familiar al respecto: simplemente creyó, en un momento dado, que podía hacer lo que le diera la gana por encima de la ley y de la ética, y lo hizo. Y así le fue a la víctima y, en definitiva, al propio Farruquito. A los farruquitos no los crean los carmaggedones: los crean, más bien, los cafres que conducen como animales llevando a sus hijos dentro del coche y ufanándose después ante ellos de su habilidad al volante y riéndose del pobre pringado al que casi matan en la autopista.
Lo más importante es que aprendas a ver la red como lo que es en realidad: un avance enorme para la Humanidad, para la cultura, para el conocimiento; la más grande y más asequible biblioteca que el hombre pudiera jamás soñar; el medio de comunicación más maravilloso que el ser humano haya tenido hasta hoy en sus manos. Al otro lado de esa pantalla que tienes delante, hay más de mil millones de personas (aún pocos, para los seis mil que ocupamos el globo) que están al alcance de nuestro teclado, a los que podemos acceder desde casa.
De la misma manera que los peligros del mar, pese a que son graves e innegables, no te impiden disfrutar de un hermoso día en la playa, no dejes que unos peligros, ciertos, sí, pero muchas veces exagerados y casi siempre soslayables, te priven y priven a tus hijos de una herramientas tan maravillosa.
Disfruta de la red, también en familia.
Javier Cuchí es Autor de la bitácora «El Incordio»
SOBRE LA CAMPAÑA PROTECCIÓN PARA TUS HIJOS, CONFIANZA EN LÍNEA PARA TOD@S.
La Asociación de Internautas promueve una amplía campaña en línea, abierta y dinámica bajo el título "Protección para tus hijos, confianza en línea para tod@s", accesible desde el 8 de enero hasta el 28 de febrero de 2009, y cuenta con el patrocinio y la colaboración de Telefónica, la Agencia Española de Protección de Datos, AGPD y la Federación de servicios financieros y administrativos de CCOO. COMFIA.
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- 10 consejos que los menores deben conocer para no caer en la Red.
- Campaña "Menores en la Red" Por Artemi Rallo
- Protección para tus hijos, confianza en línea para tod@s
- www.seguridaenlared.org/menores.
Curiosamente, dicho sea entre paréntesis, ese temor se manifiesta mucho menos en las comunidades de inmigrantes, sobre todo en las iberoamericanas, supongo que por el hecho de que Internet es el instrumento de comunicación por excelencia -económico, eficiente, asequible- con su familia tan remota en la distancia y, por tanto, tienen una visión de la red más como hecho amigable, que acerca, que como enemigo peligroso del que hay que guardarse.
Pero volvamos a los miedos, al dichoso temor...
Los padres, como norma general, no conocen la red o la conocen mal. Y esto, que sería relativamente comprensible en padres mayores, como yo, que me acerco a la mitad de la cincuentena, sucede también en generaciones mucho más jóvenes. ¿Es posible que colectivos enteros de padres de entre 35 y 45 años desconozcan la red más allá de cuatro utilidades que emplean casi siempre en el trabajo? Pues lo es: evidentemente hay excepciones, pero puede hablarse así en general incluso en esta horquilla de edades (un triste síntoma de la situación de Internet en nuestro país, por cierto).
Además de este desconocimiento -y del miedo que inevitablemente deriva de él- los padres suelen caer en un importante error de diagnóstico sobre sus hijos: todos creen que, así, en general, los chavales de doce, catorce o dieciséis años son auténticos cracks con el ordenador, unos hackers de mucho cuidado.
Pues vamos a empezar por ahí: nada más falso. Nada más falso, por supuesto, en general. Es verdad que hay algunos chavales que se interesan por las tripas de la máquina o de la red, pero son excepciones; son, supongo, los ingenieros del futuro, pero los ingenieros son un colectivo limitado, como lo es, en relación al común de la sociedad, cualquier otro colectivo profesional. Lo cierto es que los adolescentes de hoy han nacido con el ordenador como electrodoméstico común, si no en casa, por lo menos sí en el cole; como han nacido con la tele en el salón (incluso sus padres, nacimos ya con la tele en el salón). Y del mismo modo que a los chavales les importa un bledo cómo funciona la tele (apenas ninguno sabría explicar con un mínimo rigor, aunque fuera por encima y coloquialmente, qué diferencia hay entre la señal analógica y la señal digital terrestre), igualmente les importa un ardite cómo funciona un ordenador. Hace diez o quince años, no era difícil encontrar a un quinceañero al que ver comprando un PC o un componente informático era, además de un asombro (¡cómo controla, el enano este..!), una verdadera y muy apreciable e interesante lección de tecnología aplicada. Hoy, esa misma escena protagonizada por un muchacho normal y corriente produce desazón. En mi trabajo tenemos un pequeño número de becarios que se renueva de año en año, muchachos a punto de terminar licenciaturas de Económicas o de Empresariales, y sus habilidades en el ámbito informático y de red son bajísimas; en algunos casos, deprimentes (y siempre dicho todo ello, naturalmente, salvando las inevitables y honrosas excepciones). Pero, incluso en estos casos, cabe destacar dos cosas: primero, que ese bajo nivel de competencias les importa un rábano más allá de lo estrictamente necesario para desarrollar su tarea diaria (salvando lo que pueda o no considerarse como suficiente de lo «estrictamente necesario», que esa sería otra cuestión); segundo, que, en el lado opuesto del asunto, sí están familiarizados y usan intensivamente redes sociales y software multimedia (software cliente, claro: redes P2P, interlocutores iTunes, reproductores de archivos de imagen y sonido...).
Por tanto, lo primero que hemos que tener muy claro es que, salvo el caso de esos chavales verdaderamente habilidosos, de esos futuros ingenieros que ya apuntan formas, pero que son sustancialmente minoritarios, la muchachada está más en posición de ser víctima de alguno de los peligros de la red que de constituir uno de esos peligros. En otras palabras: la posibilidad de que un día llegue la policía a casa con una orden de detención para llevarse a nuestro hijo, acusado de haber cometido alguna trapazada, es muchísimo menor que la de tener que ir nosotros a esa misma policía a denunciar que a nuestro hijo se la han jugado (o a nosotros, a través de él). Por supuesto, si usted forma parte de ese grupo minoritario de padres cuyo hijo es un manitas con los ordenadores y con la red, tendrá que redoblar sus esfuerzos, sobre todo para conducir por el buen camino esa habilidad y evitar que el chico (o, menos frecuentemente, chica) sea abducido por ese atractivo y prometedor (pero, a la larga, catastrófico) lado oscuro. No es ese, sin embargo, el problema de la mayoría de padres, aunque su ignorancia sobre el fenómeno y la naturalidad con que los hijos manejan (manejan, que no conocen) las máquinas les tenga convencidos de lo contrario.
Otra preocupación que los padres me reiteran es el de que los hijos pasan demasiadas horas delante del ordenador, de la consola de videojuegos o de Internet, por uno u otro medio. Resulta curiosa la diversidad de actitudes ante dos fenómenos sustancialmente iguales: el exceso de horas ante una tecnología. Así, por ejemplo, que los hijos pasen demasiadas horas ante el televisor causa fastidio a los padres, pero no preocupación; en cambio, demasiadas horas en Internet o con la consola sí causa propiamente preocupación. Nunca lo he entendido salvo por la vía de la ignorancia paterna.
Hay que asumir que todos los excesos son malos, pero también que el mal está en el hecho intrínseco del exceso no del objeto con que se comete, que merece trato aparte. Es malo excederse con el ordenador, pero igual de malo que excederse con el televisor, no más malo. Y, si me apuran, quizá es, incluso, un poco menos malo.
¿Qué quiere decir un padre cuando entiende que su hijo pasa demasiadas horas ante el ordenador o conectado a la red? ¿Cuántas horas son demasiadas horas? Y vaya una contrapregunta así como provocativa: ¿causaría tanta preocupación que el muchacho, la muchacha, pasara esas mismas horas frente a un libro (de estudio o lúdico, una novela...)? ¿Por qué un libro es intrínsecamente bueno (y entiendo que lo es, en principio; también depende de qué libro y de qué edad) y un ordenador conectado a internet intrínsecamente preocupante? ¿Por qué piensa así un padre que no conoce Internet pero que, de hecho, no suele leer libros, por muy frecuente ejemplo?
La razón es clara: hay un fenómeno de evidente manipulación mediática que nos vende historias macabras en torno a la red, historias que nosotros compramos muy gustosos porque contribuyen a disfrazar de atenta prudencia lo que no suele ser sino miedo por desconocimiento.
Lo cierto, sin embargo, es que la mayor parte de las actividades que los jóvenes llevan a cabo en red tienen un carácter muy positivo: aprenden, se comunican, se relacionan y, en definitiva, están aprendiendo a vivir como peces en el agua, en el agua de un mar por el que navegarán toda su vida, que determinará toda su vida y sin el cual no concebirán su vida, del mismo modo que no pueden ya concebirla sin cosas como el teléfono (móvil), el vehículo (automóvil o motocicleta, si no ahora, cuando llegue el momento, que en cada familia es distinto) o el simple, habitualísimo y desapercibido frigorífico. Por tanto, entorpecer o demonizar, su acceso a la red, aparte de que no es conveniente -salvo excepciones patológicas muy ajenas a lo que es habitual- puede llegar a ser contraproducente.
Vamos a orientar un poquito a los padres para que afronten con tranquilidad el hecho de su hijo sentado ante un ordenador o ante una consola de videojuegos:
1) Aprende. No puedes pretender afrontar un problema sin conocer a fondo ese problema. Hasta ahora has tenido a la red como algo ajeno, como algo que no te daba ni frío ni calor. Pues bien, eso se acabó: la red ha entrado en la vida de tus hijos, o sea que ha entrado en la tuya, tanto si te gusta como si no. Y tienes que saber qué es lo que pasa con eso, de la misma manera que cuando tus chavales tienen una patología intentas averiguar, casi desesperadamente, el alcance de la misma.
2) Deja que él te enseñe. En general, a los adolescentes les gusta mucho enseñar, transmitir, compartir conocimiento; y les encanta locamente que se les reconozca duchos en un arte o técnica. Si ese reconocimiento procede de papá o mamá, ya es el delirio. Siéntate, pues a su lado, y que te explique lo que hace. Pero que no perciba intención de control sino verdadero espíritu de aprendizaje: tu estribillo con él ha de ser «¿Estas virguerías también puedo hacerlas yo?».
3) Interésate por sus amistades. ¿No lo haces en la vida real? Pues también hay que hacerlo en red. Pero sé cuidadoso. Utiliza los mismos procedimientos que en la vida real: pregúntale, charla con él. Confía en él, dale un margen. No intentes interceptar sus comunicaciones ni de forma clara ni de tapadillo. Quizá un amigo te enseñe a localizar los logs de sus charlas: utiliza poco este recurso (nada, si es posible) y si lo haces, que sea sólo para saber con quién habla y jamás lo que habla. ¿Le abrirías un diario íntimo? No ¿verdad? Pues ya no usan esos cursis cuadernos de florecitas con candaditos ridículos: utilizan archivos informáticos. Si te pilla fisgando -y te pillará más pronto que tarde- adiós a toda confianza. Y, claro: cerrará los logs a piedra y lodo (son muy pocos los que se preocupan de cerrarlos de buenas a primeras).
4) Instrúyele sobre los peligros -los de verdad- que le acechan. Aunque entiendas poco la red, ten en cuenta que, pese a lo que te han contado plumillas analfabetos, son muy similares a los peligros de la calle. La discreción, por ejemplo: nada de quedar con el colega «a tal hora en tal sitio» sino utilizar un lenguaje críptico del tipo «a la hora de siempre, en el sitio de costumbre»; nunca números de teléfono, ni direcciones, ni mucho menos números de tarjeta de crédito o de cuentas corrientes; nunca comprar en red sin que supervises todo el acto de la compra; jamás subir fotos sin la autorización de todos los que aparecen en ella. La seguridad: nunca citas a ciegas; y si el guión la exige, siempre acompañado de algún amigo y siempre con el conocimiento de tus padres y de los datos de la cita: lugar y hora. Pero todo esto sin utilizar el tan odiado tono admonitorio: explícale anecdotas presuntamente ciertas riéndote de los incautos por imprudencia; piensa que los adolescentes temen más al ridículo que a los propios perjuicios: «que me robaran, sería malo; que, encima, papá me tomara por el tonto de la familia, ya sería el colmo». Eso les hará tomar esas precauciones que no tomaron los personajes ridiculizados en tus anécdotas. Pero piensa, sobre todo, que los males, aunque se proyecten en la red, vienen de fuera de ella, generalmente. El bulling (acoso o violencia sobre un niño o muchacho en el ámbito escolar), puede llevarse a cabo mediante la red, desde luego, pero su origen, su causa y su finalidad están en el patio del colegio o en la propia aula, y es allí donde hay que actuar principalmente.
5) Sobre los peligrosos y tóxicos videojuegos: la moral, la ética que inculcas a tus hijos puede mucho más que cualquier simulación virtual de atrocidades. Si tú, vosotros, padre, madre, habéis educado y dado ejemplo de sólidos valores morales en vuestro grupo familiar, no hay videojuego, por cafre que sea, que pueda con eso. Créelo. Un chaval normal sabe diferenciar entre un videojuego y la realidad. «Carmaggedon» y El Farruquito no tienen nada que ver uno con otro, por más que sus hazañas -virtuales en un caso, tristemente reales, en el segundo- fueran idénticas. Quizá El Farruquito jugó alguna vez al «Carmaggedon», pero lo que de verdad mató a aquel pobre hombre, no fue ningún videojuego sino más bien una ausencia de valores en el homicida probablemente causada por un déficit familiar al respecto: simplemente creyó, en un momento dado, que podía hacer lo que le diera la gana por encima de la ley y de la ética, y lo hizo. Y así le fue a la víctima y, en definitiva, al propio Farruquito. A los farruquitos no los crean los carmaggedones: los crean, más bien, los cafres que conducen como animales llevando a sus hijos dentro del coche y ufanándose después ante ellos de su habilidad al volante y riéndose del pobre pringado al que casi matan en la autopista.
Lo más importante es que aprendas a ver la red como lo que es en realidad: un avance enorme para la Humanidad, para la cultura, para el conocimiento; la más grande y más asequible biblioteca que el hombre pudiera jamás soñar; el medio de comunicación más maravilloso que el ser humano haya tenido hasta hoy en sus manos. Al otro lado de esa pantalla que tienes delante, hay más de mil millones de personas (aún pocos, para los seis mil que ocupamos el globo) que están al alcance de nuestro teclado, a los que podemos acceder desde casa.
De la misma manera que los peligros del mar, pese a que son graves e innegables, no te impiden disfrutar de un hermoso día en la playa, no dejes que unos peligros, ciertos, sí, pero muchas veces exagerados y casi siempre soslayables, te priven y priven a tus hijos de una herramientas tan maravillosa.
Disfruta de la red, también en familia.
Javier Cuchí es Autor de la bitácora «El Incordio»
SOBRE LA CAMPAÑA PROTECCIÓN PARA TUS HIJOS, CONFIANZA EN LÍNEA PARA TOD@S.
La Asociación de Internautas promueve una amplía campaña en línea, abierta y dinámica bajo el título "Protección para tus hijos, confianza en línea para tod@s", accesible desde el 8 de enero hasta el 28 de febrero de 2009, y cuenta con el patrocinio y la colaboración de Telefónica, la Agencia Española de Protección de Datos, AGPD y la Federación de servicios financieros y administrativos de CCOO. COMFIA.
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- Si no somos capaces de formar a nuestros hijos en el buen uso de Internet, seguramente estamos fallando como educadores Por Blanca Fernández-Galiano.
- Cuando los padres llegan tarde a las Redes Sociales Por Mar Monsoriu.
- Menores y ciberdelitos. Por Jorge Flores Fernández.
- Telefónica integra campaña de protección a menores en Internet.
- Grooming, acoso a menores en la Red Por Jorge Flores Fernández.
- Los malos están también en Internet y saben utilizarlo | Entrevista a Víctor Domingo en el Diario de León.
- Infracciones frecuentes en la Red: Comportamientos castigados por la ley. Por Ofelia Tejerina
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- Protección para tus hijos, confianza en línea para tod@s
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