La SGAE ha preferido interpretarlo, no como una victoria, sino como una "sentencia más". Los representantes de la SGAE deben de estar tan habituados a ganar pleitos que éste de Zaragoza no les parece extraordinario. Pero tendrían que saberlo: lo es. Aunque no sólo por la condena misma sino también por los hipotéticos medios empleados por la SGAE para conocer la infracción. Seguro que se trata de una simple comprobación burocrática o administrativa, pero la SGAE, precisamente la SGAE, debería saber cómo se las gasta la imaginación.
A la vista de la sentencia, puede que algún responsable de las empresas sancionadas con dotes para la intriga fantástica haya llegado a preguntarse si existe algo así como una policía musical, armada con un detector de decibelios. Aún más: como nadie tiene constancia de que exista, ese cuerpo podría estar compuesto por personas de apariencia inofensiva, y la sospecha terminará por recaer tarde o temprano en los jóvenes que fingen limpiar los parabrisas en los semáforos o en los que parecen sestear en las áreas de servicio.
Incluso los pasajeros que viajan en autobús se habrán vuelto sospechosos, sin descartar a los niños, que hacen como que duermen camino del colegio. Cualquiera de ellos podría ser miembro de esa temible fuerza de élite, que hace que la SGAE considere que ganar pleitos en España es algo normal.
La SGAE debería revelar el mecanismo por el que ha llegado a conocer la infracción de las tres compañías. Es casi una obligación humanitaria, para devolver el sosiego a quienes se sienten perseguidos por esa imaginaria policía musical al acecho de cualquier melodía que suene en el ambiente. Pero es también un deber civil. ¿Quién no querría ganar pleitos como los gana las SGAE, aunque fuera abonándole el canon correspondiente?
Reproducido de El País Opinión Edición Impresa
Muchos autocares dejan de emitir películas para no pagar a la SGAE
A la vista de la sentencia, puede que algún responsable de las empresas sancionadas con dotes para la intriga fantástica haya llegado a preguntarse si existe algo así como una policía musical, armada con un detector de decibelios. Aún más: como nadie tiene constancia de que exista, ese cuerpo podría estar compuesto por personas de apariencia inofensiva, y la sospecha terminará por recaer tarde o temprano en los jóvenes que fingen limpiar los parabrisas en los semáforos o en los que parecen sestear en las áreas de servicio.
Incluso los pasajeros que viajan en autobús se habrán vuelto sospechosos, sin descartar a los niños, que hacen como que duermen camino del colegio. Cualquiera de ellos podría ser miembro de esa temible fuerza de élite, que hace que la SGAE considere que ganar pleitos en España es algo normal.
La SGAE debería revelar el mecanismo por el que ha llegado a conocer la infracción de las tres compañías. Es casi una obligación humanitaria, para devolver el sosiego a quienes se sienten perseguidos por esa imaginaria policía musical al acecho de cualquier melodía que suene en el ambiente. Pero es también un deber civil. ¿Quién no querría ganar pleitos como los gana las SGAE, aunque fuera abonándole el canon correspondiente?
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